Hace 15 años había sido la última vez que fui a la isla de San Andrés para la excursión del colegio (¡no hagan cuentas!). Con mis amigas duramos todo el año escolar haciendo todo tipo de eventos, bazares y negocios para recoger fondos y poder viajar. Conseguimos un súper plan de jueves a domingo.
Llegamos a San Andrés y nos hospedamos en el hotel Marazul, un hotel lleno de lujos que ofrecía paquetes con todo incluido: comidas, bebidas y alcohol hasta para botar. Estuvimos en la playa, disfrutamos el hotel, salimos a conocer la isla, hicimos un paseo en barco para ir a Johnny Cay y fuimos de rumba a las mejores discotecas.
El domingo ya un poco bronceadas y trasnochadas (por no decir enguayabadas) volvimos a Bogotá y de regreso al colegio, a nuestra vida normal. ¡Una experiencia buenísima! ¡San Andrés siempre sorprende y nunca defrauda…es divino! Me encanta su mar de los 7 colores, la gente, la calidez y la armonía que se respira.
¡La Isla de Verdad, la Humana!
Esa es la imagen que tengo y creo que muchos tienen de San Andrés. Pero el pasado 27 de octubre descubrí una nueva isla. La San Andrés que sufre, que tiene muchas necesidades, en la que hay casas con piso de barro, barrios en los que ocurren balaceras, donde cada vez que llueve sus familias lo pierden todo y resultan damnificados, donde hay violencia intrafamiliar. Donde existen niños que no tienen muchas oportunidades, niños que rara vez reciben un regalo o tienen una celebración. Otro mundo, otra isla. La isla que los turistas no conocemos, que no nos muestran, pero que existe y que nos necesita.
Fue una experiencia divina, reunimos 250 niños de barrios vulnerables. Los reunimos en la cancha del barrio Back Road (¿alguien lo conoce?) y llevamos un saltarín (el único que existe en la isla) y caballos de la Policía Nacional. La Mega de RCN llevó música (se sentía el sabor isleño de los niños cuando bailaban mientras hacían la fila para el saltarín).
Jugamos con los niños toda la tarde y al final de la jornada cada uno recibió un refrigerio (estaba deli), sándwich y jugo. Después de comer, cada niño recibió un regalo. ¡No se la creían! Pelotas fosforescentes, muñecas, peluches, ropa y carritos…todos felices se fueron para sus casas con la barriga llena y el corazón contento.
Gracias a Dios y a la alianza del Club Rotario Bogotá Santa Bárbara y la Fundación Con Toda el Alma, tuve la oportunidad de conocer una isla real, humana, con necesidades. No puedo negar que me impactó ver la realidad, pero es así como tomamos conciencia de lo que nuestros hermanos en todo el mundo tienen que vivir y nos hacen agradecer cada día todo lo que Dios nos da. Un techo, agua caliente, una familia, estudio, trabajo, etc. Gracias a esto hoy doy gracias a la vida todos los días y me lleno de energía para seguir trabajando con Rotary en pro de la comunidad.